Cosmovisión Aborigen

Los Comechingones fueron grandes observadores y lo esencial es que tomaban yuyos. Yuyo significa comida en quechua y es maleza para el INTA. Ralph Waldo Emerson definió maleza como una planta cuyas virtudes aún no han sido descubiertas. Una definición poética sin duda, pero no del todo cierta. Para los Comechingones ese no descubiertas estaba lleno de significado. Para ellos, las malezas eran fuente de glucosa, ácidos grasos y proteínas. La sabiduría que nos regalaron enseña, más allá de la comprobación científica o académica, que las malezas o yuyos eran fuente de alimento y medicina. Las moléculas de clorofila de las plantas son iguales a las de la hemoglobina. Las células humanas las reconocen y por eso cuando se toman plantas se consume oxígeno y el campo de la conciencia se vuelve más nítido. Los Comechingones en lugar de hablar, tomaban yuyos. Usaban las plantas como vehículo para la transformación espiritual. Para ellos lo más importante era establecer un vínculo con la planta, tener una intención clara con el espíritu de la planta y confiar en que el cuerpo más la planta saben lo que hacen. 

Hoy en día la mayoría de la fitoterapia moderna ha dejado de lado esta cosmovisión espiritual y emplea las plantas de acuerdo al malestar y así repite y perpetúa el esquema de la medicina convencional. Si tomamos un té en lugar de una cápsula estamos suprimiendo síntomas en lugar de limpiar y dejar ir aquello que ya no sirve más. Si usamos las plantas como quitapenas tendremos mucho menos de lo que ellas pueden ofrecernos. Este punto es central para cambiar de paradigma de una fitoterapia alopática hacia una fitoterapia holística que encara una relación de armonía con las plantas y no solo de uso y abuso. Si honramos su vida, honramos la nuestra. Un verdadero servicio para dejar de usarnos y comenzar a relacionarnos. 

Los yuyos despiertan nuevos circuitos neuronales, por eso los Comechingones cambiaron su conciencia y se fundieron con la Pachamama. Enseñaron que estar sano es estar fuerte y para eso se necesitan yuyos, grasas y sal. 

En Occidente la tradición científica y la religión acostumbró a la sociedad a dividir los fenómenos en dos grupos, los que eran de la naturaleza y por lo tanto susceptibles de ser tratados conforme a teorías y métodos aplicables a algo que se conoce como «la realidad», y los que estaban más allá de lo real o lo natural, y por lo tanto tratables según procedimientos distintos. Las sociedades aborígenes no concibieron una separación tajante entre lo natural y lo sobrenatural, entre cuerpo y alma, entre el mundo del hombre y el de los dioses Estas sociedades ligaban los fenómenos entre sí. Para ellos, la causalidad que nosotros llamamos natural es la inmediata; pero más allá de ésta siempre está la que nosotros llamamos sobrenatural o metafísica y ellos suelen llamar la original o primera. Nosotros prescindimos de esa casi siempre y ellos casi nunca. Nosotros ya no les tememos a esas causas y ellos sí les temen. Nosotros no tratamos de vencerlas, y ellos sí lo intentan. 

Rodolfo Kusch describe esta diferencia en un relato bello y muy gráfico: «Cierta vez en Tiahuanaco empezó a granizar, y vi que un indio tomaba un caño y comenzaba a golpearlo con furia, mientras gritaba en aymará una serie de amenazas. Supe luego que lo hacía así porque quería ahuyentar a qowa, que es un gato causante del granizo. Se trata de una creencia muy extendida en el altiplano, según la cual este felino, que duerme junto a las fuentes, en ciertos días asciende hasta las nubes y desde ahí intenta perjudicar los sembrados. ¿Qué hubiéramos hecho nosotros ante el granizo? Nada. En cambio el indio pensaba que con el ruido lo haría cesar y ahuyentaría al felino. En cierto modo le envidie esa creencia. Porque ¿qué es una creencia? Pues la prolongación de uno mismo hacia afuera. El objeto de fe es puesto afuera, en medio de la dura realidad. Por eso el indio -porque cree- ve afuera un fenómeno vital, mientras que yo -que no creo- no veo otra cosa que un fenómeno mecánico. El indio tiene entonces una puerta abierta por donde su vida se le escapa y se convierte afuera en dioses. Posee el asombro original de los primitivos. Se asombra del granizo y se lo atribuye al felino. Pero el felino a su vez vuelve y le castiga el sembrado. Y todo constituye un ciclo cerrado. El indio entonces comienza su vida adentro de sí mismo, lleva a ésta hacia afuera y la convierte en dioses, y los dioses vuelven sobre él. El indio es así prisionero de su propia vida. Incluso le queda en todo esto el recurso de un ritmo para ganarse la voluntad de los dioses. ¿Y nosotros? También comenzamos con nuestra vida adentro de nosotros, pero no salimos. La inteligencia, la razón, la lógica nos lo impiden. Estamos solos frente al mundo, mientras que el indio está acompañado, aunque sea por qowa, el felino».

Ese «mientras que el indio está» es la médula de la cosmovisión aborigen. Los Comechingones decían que una de las cosas más tristes que nos puede pasar en la vida es no estar. Hoy mucha gente vive sin estar y algunos ni siquiera están en su muerte. En la introducción de Walden, Thoreau observa: «Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida, y ver si no podía aprender lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido.» No se puede no estar. No se puede perder la oportunidad de estar vivo. 

Ponte en contacto

Programa una consulta